
Por Armando Avalos
Dictaba una charla a decenas de estudiantes de periodismo en una universidad, en un evento donde cada alumno iba a acompañado de sus padres. Mientras contaba las peripecias que pasa un hombre de prensa al informar, al costado del escenario había un “cuy mágico” que escuchaba con atención la conferencia. Era una escena muy graciosa, ver a la mascota de la Universidad, parada y con la boca del disfraz abierta escuchando con suma atención.
Cuando terminé la clase, se me acercó el Cuy mágico y me dijo: “¿Señor podemos tomarnos una foto de recuerdo?”. No pude evitar la curiosidad y le pregunté a la persona que daba vida al cuy, ¿quién era?, ¿por qué se había quedado hasta el final de la clase? Y luego le dije en tono de broma ¿por qué me tomaría una foto con un roedor por más simpático que pareciera?.
La voz del cuy era femenina y le pedí si podía sacarse la cabeza del disfraz y aceptó. La joven estaba sudosa y me confesó que era estudiante de periodismo y que se había motivado mucho al oír la conferencia. Me dijo que amaba la carrera y soñaba un día, ser una gran periodista. Le dije que ella podría ser lo que se propusiera y conversamos animadamente. Luego la muchacha me preguntó si al tomarnos la foto, ella podría hacer un gesto loco y le dije que claro. Sacó la lengua como si fuera un perrito y nos tomamos la foto.
Me arrancó una carcajada y le agradecí por el momento, pero también por algo que me ha dado la faceta de docente. Me ha permitido encontrar una forma muy eficaz de aprender, enseñando.
Joseph Joubert decía que “enseñar es aprender dos veces” y no le faltaba razón. El “compartir” nuestros conocimientos es una forma de reaprender y nos enriquece. Es un acto de desprendimiento pero también una manera de poner a prueba aquello que sabemos.
La ciencia ha confirmado este principio. Un reciente estudio publicado en la revista Science, encontró algo muy curioso, que los hijos primogénitos, solían tener mejores índices de inteligencia que sus otros hermanos menores, fundamentalmente por el tiempo que habían empleado a lo largo de la vida enseñando a sus hermanos más pequeños.
Antes los alumnos iban a clases para “aprender” se decía. Algunos profesores pensaban que ser dueños de la información era sinónimo de poder. Hoy el poder, está en “compartir” la información. En dar lo que sabemos en una sociedad cada vez más abierta y globalizada.
El otro día, vi un video viral de un profesor que frustrado recriminaba a sus alumnos por no “aprender” y decía a viva voz que iba a renunciar “cansado” de tener alumnos “desmotivados”. Ese profesor, dio en aquella clase a sus alumnos la última y peor lección. Porque el ser profesor no está en “imponer” ni ser el único que enseña. Ser profesor es motivar a los alumnos. No es “enseñar” algo, es despertar la curiosidad del estudiante y darle las herramientas para que él explore y descubra sus propias respuestas.
Que el estudiante recoja de nosotros lo que le sirva y deseche lo que no le convenga. La enseñanza es dar libertad y tener la humildad y voluntad de aprender también del alumno.
La ciencia ha arrojado que aprendemos el 95% de lo que enseñamos a otra persona. Es decir, cuando enseñamos, ese repaso es como fundir en nuestros cerebro, esos contenidos y dejarlos grabados en la memoria de largo plazo.
Cuando leemos algo, solo se retiene en nuestra memoria un 10%. Retenemos solo el 20% de lo que oímos. El 30% de lo que vemos. El 50% de lo que discutimos con otros. El 80% de lo que probamos con nuestros sentidos. Nada entonces se compara con el 95% de cosas que retenemos cuando enseñamos a otros.
En una investigación de los psicólogos Aloysius Wei y Lun Koh, éstos sostienen que la enseñanza “obliga al cerebro a recordar lo que ha estudiado previamente y se graba profundamente en la memoria”.
Si quiere mejorar en la vida, enseñe lo que ha aprendido. No solo lo hará más diestro en la materia que le guste sino que le regalará algo más valioso de aquellos que comienzan. La gratitud sincera. Algo sin duda, más importante que el dinero. Entre mis posesiones más “valiosas” que tengo en mi casa, no están joyas, ni objetos costosos, sino por ejemplo, muchas cartas y regalos de alumnos que he conocido por todo el país y que en frases simples pegadas en cartulina, me han hecho llorar y sonreír. Me han hecho sentir que vale la pena dar a otra persona lo poco o mucho que uno pueda saber, como a esa alumna disfrazada de cuy mágico que me recordó lo valioso de enseñar.