Por Armando Avalos
Luigi tenía 86 años y se encontraba grave en la cama de un hospital en Bérgamo en Italia por el coronavirus. Tenía un respirador artificial y luchaba por su vida. En la cama contigua, su esposa Severa también estaba grave a causa del virus. Un velador separaba ambas camas, donde el hijo de los ancianos había dejado una foto de cuando la pareja había celebrado 60 años de matrimonio.
Esa mañana Luigi con las pocas fuerzas que le quedaba llamó a su esposa, pero ella no respondió. Entonces llamó a la enfermera, quien presurosa tomó el pulso a Severa y luego de un tétrico gesto, cubrió su rostro con una sábana blanca, mientras la mano derecha de Severa caía por el costado de la cama.
Luigi supo en ese momento que su vida ya no tenía sentido. Una larga lágrima cruzó su mejilla y parecía por unos segundos recordar lo que tuvo que luchar por el amor de Severa. Cuando su familia se oponía a que se casaran porque él era albañil. Cuando construyó con sus propias manos el “castillo” que le prometió a Severa en su pueblo de Albino en Lombardía. Cuando nació su hijo Luca, cuando eran felices.
Desde ese momento Luigi dejó de luchar y se dejó morir, como luego afirmaría uno de los médicos. Severa falleció a las 9.15 de la mañana y Luigi a las 11 de la mañana.
Los ancianos fueron metidos en bolsas plásticas, sin ropa ya que, según el protocolo, los muertos por Covid-19 no pueden recibir ceremonias funerarias, ni ser despedidos por sus seres queridos. Los cuerpos de Luigi y Severa fueron llevados junto a otros cadáveres a un crematorio e incinerados.
Cuando Luca, el hijo de los ancianos llegó al Hospital, sintió algo que miles de personas en el mundo padecen en estos momentos, el doble dolor de la muerte de un ser amado y el vacío de no poder darles el último adiós.
El coronavirus le está robando a miles de personas en el mundo, la posibilidad del ultimo abrazo, del último beso, de la despedida final. Es una pandemia que mata dos veces a sus víctimas y le está quitando dignidad a la muerte.
Primero provoca que el infectado sea alejado de su familia y aislado y luego mueran en soledad. Sin la posibilidad de reconciliarse, de dar las gracias a los que aman, de pedir perdón o simplemente mirar al hijo, al esposo o al hermano por última vez.
Los esposos Luigi Carrara y Severa Belotti, victimas del coronavirus
La ausencia de ese cierre emocional por la muerte de un ser querido, es el manto que cubre el rostro de esta nueva enfermedad. Es el dolor por una “doble muerte” que no distingue condición social, ni raza, ni países.
Es el dolor que sintieron también los esposos Ramiro Bazantes y María Vargas de Ecuador, quienes en su humilde casa sintieron que el mundo se les venía abajo, cuando vieron llegar a su puerta a un oficial del Ejército con una pequeña caja de madera conteniendo las cenizas de su hijo, Jorge.
Encima de la caja de madera, iba la foto de Jorge posando con su rifle y luciendo orgulloso el uniforme militar que desde niño había soñado usar. Sus padres lloraron con ese dolor e impotencia de las personas cuando sienten que hubo algo que debieron hacer y ya no podrán. La mañana que el sargento del Ejército ecuatoriano, Jorge Bazantes partió a su comando para apoyar en el control del coronavirus y hacer cumplir el aislamiento social en su país, su madre le exigió un beso de despedida, y él le dijo que estaba apurado.
Su madre lo despidió de lejos y él le sonrió con esa picardía con la que siempre la conquistaba y con la cual había evitado tantas veces que ella lo castigara cuando hacia travesuras de pequeño.
El dolor de unos padres de recibir las cenizas de un hijo que el Covid-19 les arrebató.
Hay algo que el coronavirus nos ha enrostrado a la humanidad y es que no tiene fronteras. Que caer en sus tentáculos parece una lotería de la muerte. Es un virus que ha hecho recordar al hombre que, en crisis como ésta, afloran en las personas las conductas más nobles y también las más ruines.
Que ha puesto a prueba al núcleo fundamental de nuestras sociedades, la familia. Que nos hace recordado que el sentimiento más puro es la solidaridad y el amor. En los noticieros cada día se da un nuevo número de fallecidos por este virus y la frialdad de un reporte, nos hace olvidar que esas cifras tienen rostros e historias. Son personas con sueños, con temores y alegrías.
El Covid-19 es un mal que quizá siga arrebatando más vidas, pero que no nos debe quitar nuestra humanidad. Una humanidad que hoy vemos reflejarse en miles de conductas de voluntarios, policías, bomberos, enfermeras, periodistas o médicos como Francesca Cortellaro en Milán, quien, al ver a una anciana moribunda, cogió su teléfono e hizo que la pobre mujer pudiera despedirse por una videollamada con su nieta. La anciana le dijo a la pequeña que la amaba, le pidió que cuidara a su mamá y le cantó una pequeña canción de cuna con la que la hacía dormir cada noche. Luego de colgar la llamada entre lágrimas, la mujer de 80 años, agradeció a la doctora, la cogió de la mano y partió.