Por Armando Avalos
Había llegado a un pueblo que lloraba. Al pie de los féretros de sus hijos intoxicados con la comida que el propio Estado les había dado, padres se desgarraban de dolor y pedían justicia. En ese escenario llegué una mañana al pueblo de “Redondo” en Cajamarca para hacer un reportaje. Pese a su dolor, los campesinos nos atendieron con mucho aprecio al sentir que estábamos ahí para hacer conocer a todo el país, su voz.
Hicieron una olla común donde solo tenían como ingredientes agua, sal y fideos. No había dinero para carne. Algo apenados, me invitaron a tomar con ellos esa “sopa de fideos” que era lo único que iban a comer durante el día. Les dije que por el contrario para mí era un honor compartir esos momentos y les soy sincero, aquella sopa de fideos ha sido el plato más valioso que he probado en mi vida.
Tenían muy poco y lo compartieron con nosotros. Cómo no ser agradecidos y apreciar el valor y la gran lección que esa mañana nos dieron los campesinos de Redondo.
Mientras tomaba esa sopa de fideos sentado en una piedra, no podía dejar de pensar que lo que hacía enormes a esos campesinos, era la grandeza de su corazón y la riqueza de sus sentimientos. Eso que algunos llaman humildad.
A veces, hay personas que creen que la humildad es una debilidad. Que humildad es sinónimo de pobreza y no, la humildad es sinónimo de calidad de persona. La humildad es el primer paso para llegar a donde queramos. Es la mejor forma de conectarnos con Dios.
A pesar de los cargos, títulos o bienes que uno pueda alcanzar en la vida, nunca debemos dejar de apreciar esas cosas que recibimos con amor de otro ser humano.
El periodismo me ha hecho muy rico, por las experiencias que he vivido y me ha enseñado a valorar las cosas simples que nos pasa. He estado en los lugares más exclusivos del mundo, he cultivado a amigos famosos y con mucho dinero, como también la amistad de personas de las zonas más olvidadas del país como don Anselmo del pueblo de Redondo con quien una mañana compartí una sopa de fideos.
El éxito económico muchas veces nos trata de vendar los ojos con el rito de las apariencias y nos hace correr el peligro de no ser auténticos. En una oportunidad, cuando estaba en una reunión de gerentes y directores de prensa en uno de los canales más grandes del país, conversábamos con varios directivos y uno de ellos preguntó con cierto aire de superioridad, cuál creíamos, que era el lugar donde se comía el mejor ceviche de Lima.
Uno de los gerentes dijo que en el Tanta, otro, mencionó un restaurante muy exclusivo y así sucesivamente siguió el resto. Cuando me preguntaron, estuve tentado a “presumir” también como todos, pero luego una voz interior, me susurró que dijera lo que sentía que era “la verdad”. Entonces, afirmé que los dos mejores ceviches que he probado en Lima, es, en un carretillero que trabaja frente al Estadio Alejandro Villanueva en La Victoria y el segundo, un puesto en el Mercado Risso en Lince.
Luego de ello, hubo un silencio de unos interminables segundos. Uno de los gerentes rompió el hielo al reírse a carcajadas y decir que “tiene razón el doctor Avalos. Muchas veces los mejores platos vienen de los agachaditos”.
Todos comenzaron a mencionar lugares “no exclusivos” donde también habían disfrutado de comidas muy buenas. Y es que un buen plato de comida no es aquel que es servido con cubiertos de plata, sino preparado con un corazón de oro.
Hasta un simple plato de “sopa de fideos” es un regalo de Dios que nos recuerda que por cada escalón que subamos en la vida, debemos subir dos de humildad.